Durante estas últimas tres semanas, se me han estado moviendo muchas cosas de mi infancia. Están siendo días tremendamente dolorosos física y emocionalmente. Poco a poco, recuerdos que un día enterré en lo más profundo de mi ser están empezando a salir a la luz.

No es la primera ni la segunda vez que buceo en el océano de mi infancia, pero sigue dándome miedo adentrarme en aguas tan profundas y dolorosas para mí. Una parte de mí sabe que debe hacerlo, que el dolor sigue ahí y que, si no abro una ventana para que, por fin, pueda salir, poco a poco me irá engullendo. Otra parte de mí, sin embargo, se resiste a hacerlo, sabe que le va a doler otra vez y quiere, a toda costa, protegerme… y, mientras mi ser se debate entre una y otra posición, imágenes y recuerdos de la niña que una vez fui, van emergiendo de ese lugar en el que un día los obligué a permanecer encerrados.
Hace dos días, me levante de la cama cansada, triste y con bastante dolor en el estómago. Conseguí, no sin bastante esfuerzo por mi parte, entrar en un estado meditativo y preguntar a las partes de mí que forman la persona que ahora soy, qué mensaje me estaban intentando hacer llegar. Tras unos minutos de meditación, varias frases inesperadas acudieron a mi mente, “¿Y otra vez estás llorando?”, “Pues no sé por qué lloras por esto”, “Eres una llorona”, “No es para tanto”, “Así te van a dar muchos palos en la vida”, “Eso es de débiles”, “¿A que no puedes dejar de llorar?”, “Pareces un grifo abierto”, “Cierra el grifo ya de una vez”. Rompí a llorar al escucharlas una vez más. Lloré como hacía tiempo que no lloraba, lloré desde lo más profundo, lloré lágrimas contenidas durante años. Lloré y sentí rabia, enfado y tristeza. Lloré por la niña sensible que siempre estaba llorado, por la niña que no se sentía comprendida, por la niña de la que tantas veces se rieron por llorar y a la que tantas veces riñeron por hacerlo, por la niña sensible que fue pero que no pudo llegar a expresarse tal cual era.
Con los años, aprendí a reprimir mis lágrimas unas veces y a esconderlas otras muchas veces; hasta que un día que recuerdo como si fuera ayer, cuando tenía veinticuatro años y, después de pegarme una panzada a llorar por mi hermano en un lugar en el que nadie podía verme, tomé la decisión de no volver a llorar nunca más… y funcionó.
Pasé más de veinte años sin verter una sola lágrima, incluso cuando sentía que debía llorar porque era lo que se esperaba de mí socialmente. No podía hacerlo, había cerrado el grifo y extraviado la llave de paso.
A veces, cuando pensaba en ello, me sentía orgullosa de mí misma. Por fin era fuerte, como tantas y tantas veces había oído de niña que debía ser. Por fin había conseguido cambiar lo que aprendí a ver de niña como algo malo en mí. “Algo no funciona en mí”, me repetía a menudo. “Yo soy débil y tengo que ser fuerte”. “Los fuertes no lloran”. “Ahora soy fuerte”. “Por fin lo he conseguido”.
La vida, con su infinita sabiduría, ha tenido que ponerme en situaciones límite, estos últimos años, para quebrarme y que el llanto haya podido volver a encontrar un cauce de salida. Las lágrimas aún brotan tímidamente de mis ojos, como si no se terminaran de creer que, después de tantos años, yo haya decidido permitirles salir de nuevo. Aún oigo en mi cabeza voces que, cada vez que me permito volver a llorar, me repiten “Pues no sé por qué lloras por esto. No es para tanto” y, al oírlas, mi niña interior se vuelve a esconder y mi parte adulta se enfada por volver a ser débil. A menudo me enfado con esa niña que no ha aprendido aún a reprimir sus lágrimas para que la acepten y la quieran y siento que me estorba, que me impide crecer y que merece un castigo por ello.
He tardado mucho tiempo en comprender que yo, como adulta, me estoy comportando conmigo misma como tanto me dolió de niña que se comportaran conmigo y, darme cuenta de esto, me ha dolido mucho más de lo que en su día, como niña, me dolió lo que me ocurrió. Los que me decían esto, ya no me lo dicen, pero yo sigo diciéndomelo a mí misma una y otra vez y me enfado ya no con ellos por no comprenderme y aceptarme tal como era, sino conmigo misma por haberme convertido en lo que tanto me marcó y dolió de niña.
Ayer, una persona a la que quiero y respeto mucho compartía las siguientes dos citas en un taller sobre el niño interior en la comunidad Okuni. “No te rías nunca de las lágrimas de un niño. Todos los dolores son iguales” (Charles Van Lerberghe). “Pocas cosas son tan irritantes como que alguien, adulto o cerebro, nos diga cómo nos deberíamos sentir” (Santiago Expósito).
Yo hoy me permito poner un poco de luz en mis lágrimas y me permito volver a llorar y les pido perdón a mi niña interior, a mi adolescente y a mi adulta por no haberlas comprendido y defendido hasta hoy. Yo hoy me permito volver a llorar sin juicios ni externos ni internos, sin enfados y sin sentimiento de culpa. Yo hoy me permito volver a llorar sin disculparme por ello ni esconderme para hacerlo. Yo hoy me permito volver a llorar y lloro también por las lágrimas que no me permití derramar durante años. Yo hoy me permito volver a llorar sin miedo a que vuelvan a reírse y burlarse de mí por hacerlo. Yo hoy, simplemente me permito volver a llorar y, con ello, me permito volver a ser sensible y aceptar y honrar mi sensibilidad.
(escrito el 18 de mayo de 2020)
Yosoyluz. Ésta es mi luz. Veo la tuya y la honro.
Cómo me alegro de que hayas podido tomar conciencia de que eres una persona muy, muy sensible y de que no debes dejar de serlo por los demás, porque si no lo haces no serías tú, sino cómo los demás quieren que seas.
Muchas gracias por tus palabras, que me llegan al alma. Sí, he recorrido un largo camino para reencontrarme con mis emociones y mi sensibilidad, ésa con la que nací y de la que, a lo largo de los años poco a poco, fui desconectándome. Ahora me siento mucho más yo misma. Un abrazo de luz inmenso y mil gracias por ayudarme cada día a ser y sentirme yo misma. Te amo, cielo.